sábado, septiembre 22, 2007

Escribir y Escritor, Leer y Lector

El escritor como postura de vida no resulta ser tan socialmente aceptado, como su obra misma. Tal vez, sea porque la obra vive consigo misma, tiene dignidad propia y un status mucho mayor de aquel que la engendró. Suscita una doble lectura todo texto escrito, la primera una visión contingente con un profundo sentido panfletario, demuestra descontento: tiene la dimensión que su autor le ha dado y la segunda, una traducción en el propio dialecto del mundo en que se inscribe, es la subjetividad misma de la obra, un calificativo que se lo impone ella y en su propia libertad, es desobediente de quien la escribe e incluso revanchista si se quiere.

La escritura como placer solitario es en muchos casos un escudo de armas, una coraza blindada, la tiniebla que despoja todo lo prescindible y deja desnudo al hombre con su letra, al hombre con su palabra. La palabra en cuanto idea es metafísica y abstracta y talvez por eso el poeta sea “un pequeño Dios”.

En algún modo la distinción entre escribir y leer es tan ambigua como la indeterminación intrínseca de nuestras libertades, pero se les puede suponer un complemento de opuestos en tanto uno sea libertario y el otro civilista, rebelde y el otro sometido o al final, uno cobarde y el otro temerario. Esta concepción es de suyo propia para ambos y no dice relación con la misma estructura que cada uno crea con el propio escritor o lector respectivamente. En el que escribe – no en el que intenta escribir- se desata la marejada indómita de sus tempestades, todo el fulgor de una orilla al otro extremo que nos resulta aparentemente posible de alcanzar, se sumerge en un océano del cual saldrá desnudo y se expresará tal cual en su máxima convicción, así este acto supone rebeldía, desacato, la expresión política, quien escribe lo hace o por necesidad o por pretender la misma perfección, porque de algún modo todo lo escrito es también una interrogante esencial de nosotros mismos. Aunque no se olvide que aun así, la escritura es posible que dentro y consigo misma sea cobarde y caprichosa. El lector en cambio, es un desposeído y en su búsqueda llega al texto para albergarse de los tormentos que lo aquejan, él sabe que en el libro haya un ente dominable que se puede cortar en cualquier momento, un esclavo suspendible en el tiempo, el más obediente de los vicios, que requiere sólo de la voluntad humana para ganar vida. Entonces no conviene equivocarse, pues la lectura afana y apasiona, es compulsiva cuando se la entiende, y así ya no es ni tímida ni desposeída sino intrépida a más no poder.