domingo, abril 02, 2006

La Alborada

“Sobre el mar glacial del que nadie sabe,
un témpano pasa como un lirio inmenso,
pasa más callado que las grandes naves
y el mar se ilumina de un blancor intenso.”
Gabriela Mistral

El Cantar de Los Indios

En tierras desconocidas al hombre, un amanecer lejano vio asomarse al fueguino de arena húmeda y de lazos fríos. Desde entonces emergieron con sus rostros morenos, horizontales, de mejillas anchas, de boca caída, de planta grande y de cuerpo armónico desde la naturaleza inhóspita del salvaje sur del mundo. Se fueron sembrando entre lluvias tempestuosas, dejando esparcida su huella amplia, que se mezclaba de igual a igual, de guanaco a hombre, por la pampa silvestre y por los canales perdidos. Tomaron el árbol y le hicieron fuego. Le enseñaron a ser nómade y así, tan como su dueño crudo, rígido y orgulloso el fuego caminó por la isla desolada, se extendió a paso ahombrado y terminó enseñando entre los océanos, entre la noche obscura y el infinito austral el nombre de su tierra. Cazaron, mientras cazados eran ellos por el viento, y puedo ver aun, con rostro taciturno y cristalizado, sus flechas correr perdidas hasta las pieles andantes, hasta sus compañeros de muerte. Trozaban sus carnes y las devoraban, tomaban sus pieles y se abrigaban, arrancaban sus grasas y se protegían. No conocieron la esclavitud del súbdito, pero valoraron siempre el genio y la habilidad humana. Aunque de equivocarme peco, si en cierta esencia salvaje y templaria recaía un dominio fiero e inadmisible a réplicas, era el poderío del sexo, aquella mujer que simplemente era flora se subyugaba obediente al hombre, su sol y lluvia.
Pero mientras unos tomaron en sus manos los bosques y pastizales, y ahí se aferraron contra el viento, otros dejáronse volar a los canales rasos, que de instantes a eternos momentos eran capaces de enfurecer sus entrañas y formarse en crestas, montañas y devoraciones marinas. Fueron estos indios del mar disímiles a los otros, aun cuando conservasen el barro que los forjó, eran más amorfos y pequeños. Pero esto no los diminuyó, florecían por el contrario, más joviales y espansivos, de sonrisas fáciles y ojos enamorados de su tierra. Hicieron de un canal, entre muchos, hoy con nombre inglés, su vida y caparazón. De sus profundidades, con el salvajismo de la supervivencia, la belleza de la predación, absorbieron sus riquezas: cayeron desde abajo moluscos, pingüinos, focas y peces. Emerge la fémina nadadora, con sutil maestría y cándida obediencia, indiferente al agua helada del océano, indiferente a los rugidos de aquellos canales.

El Atardecer de una Historia

Sucedió que un día, desde la lejanía de un océano, desde la inmensidad de otra historia apareció en el fondo del cielo marino una estrella de madera. Aquella era la mano blanca de nuestra madre adoptiva, la garra hispánica que venía a quedarse, a darle fin al hilo materno, a terminar la historia del hombre y la naturaleza. Pudieron ver, tal vez no, a Magallanes abrir los ojos desde su cubierta y observar desde allí, entre los remezones de un mar asesino, levantarse pequeñas luces infinitas de supervivencia. Creyeron que capaz esa era la escapada del infierno, sus entradas secretas. Sintieron desde lejos como ese calor indómito era comido por el frío ancestral de años salvajes.
Los paisajes escondidos de un edén más que bíblico, se escapaban de la topografía civilizada, sus murallas verdes, su océano fiero, las noches ciegas, su fauna viva no eran presa del imperialismo arrogante, de un aventurero que traía un mundo nuevo donde el fueguino de tierra y mar no cabía. Pues bien, debo ser claro, el hombre llegado en primera instancia fue fiero, valiente y severo; víctima, como el indio, de una época esplendorosa e hipócrita.
Pero pasaron años eternos, pasaron también los siglos de España y el blanco intentó cazar al hombre, no pudo; quiso cazar la naturaleza y ella lo cazó a él. Los despojadores vencieron, es claro, pero podremos decir a orgullo de la sangre roja de nuestra herencia indígena, que ese hombre tuvo que sufrir con la gracia nuestra de la indomable lejanía en una remota isla perdida. Fueron presa del frío que no es bala, hambre del aislamiento que no es cañón, soledad de la tierra olvidada que no es barco.
Ya dije que fueron derrotados, sus orejas heladas volaron y su sangre sembró el exterminio de una raza noble en un lugar paradisíaco para sus hijos. Todo fue acabando con presteza y lo que era un submundo metafísicamente natural fue quedando guardado en el baúl de la historia, donde es carcomido el recuerdo de su lengua, el silencio de sus vidas, la bondad de su gente, la semblanza de sus cuerpos.
Finalmente, para dictar un juicio ya sabido, llegaron otros hombres desde aún más lejos e hicieron que desapareciesen. Las enfermedades los azotaron y sus cuerpos endurecidos no toleraron la impureza del civilizador. Cayeron como soldados de sus tierras, como la lluvia que los avivó, como el río cuando llega al mar, cayeron sencillamente en silencio y olvidados en la tierra milagrosa donde se juntan dos océanos, donde contrastan nuestros miedos e ilusiones, donde se quiebra nuestra historia y nace la civilización. Como se preguntó el sacerdote Martín Gusinde, fotógrafo de estos pueblos, me interrogo yo de la misma forma: ¿Dónde han quedado ellos, esa gente hermosa, sencilla y recia, endurecida por la inclemencia del clima? ¡Ellos, los legítimos hijos de esta tierra, habían tenido que ceder sus praderas a los millares de ovejas que pacíficamente pastan en la amplia estepa!...